jueves, 6 de mayo de 2010

WILLIAM WILSON

Por EDGAR ALLAN POE

Permítame, por el momento, llamarme a mí mismo William Wilson. Esta página blanca no debe ser manchada con mi nombre real. Esto ha sido ya objeto del desdén, del horror, del odio de mi ascendencia. Los vientos, indignados, ¿no han disgregado en las regiones más lejanas de la tierra su incomparable infamia? ¡Oh plebeyo, oh tú, el más abandonado de los plebeyos! ¿No estás muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honras, sus flores, sus ambiciones doradas? Entre tus esperanzas y el cielo, ¿no aparece suspendida una densa, lúgubre, limitada nube para siempre?

No quisiera, aunque fuera posible, aquí o ahora, incorporar un registro de mis últimos años de desdicha inexpresable y de crimen imperdonable. Esa época- estos años recientes- ha llegado de una manera brusca al colmo de la depravación, pero ahora sólo me interesa señalar el origen de esta última. Por lo general, los hombres van cayendo gradualmente a la bajeza. En mi caso, la virtud se desprendió violentamente de mí como si fuera una manta. De una perversidad relativamente trivial, pasé con pasos de gigante a enormidades más grandes que las de un Bah-Gabalus. Permítame que le relate la ocasión, el acontecimiento que izo posible esto. La muerte se acerca, y la sobra que le precede proyecta una influencia de calma sobre mi espíritu. Mientras atravieso el valle oscuro, anhelo simpatía, casi iba a decir la piedad, de mis prójimos. Me gustaría que creyeran que, de cierta forma, fui esclavo de circunstancias que excedían el dominio humano. Me gustaría que buscaran a mi favor, en los detalles que voy a darles, un oasis pequeño de fatalidad en ese desierto del error. Me gustaría que reconocieran – como no han de dejar de hacerlo- que si alguna vez existieron tentaciones parecidas, jamás un hombre fue tentado así, y jamás cayó así. ¿Será por eso que nunca sufrió en esta forma? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No muero víctima del horror y el misterio de la más extraña de las visiones sublunares?

Descendiente de una raza cuyo temperamento imaginativo y fácilmente excitable la destacó en todo tiempo; desde la más tierna infancia di pruebas de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que pasaban los años, esta modalidad se desarrolló aún más, llegando a ser por muchas razones causa de grave ansiedad para mis amigos y perjuicios para mí. Crecí gobernándome por mi cuenta, entregado a los caprichos más extravagantes y víctima de las pasiones más incontrolables. Débiles asaltados por defectos constitucionales análogos a los míos, poco pudieron hacer mis padres para contener las malas tendencias que me distinguían. Algunos esfuerzos reducidos de su parte, mal dirigidos, terminaron en rotundos fracasos y, naturalmente, fueron triunfos para mí. Desde entonces mi voz fue ley en nuestra casa; a una edad en la que pocos niños han abandonado los andadores, quedé dueño de mi voluntad y me convertí de hecho en el amo de todas mis acciones.

Mis primeros recuerdos de la vida escolar se remontan a un neblinoso pueblo de Inglaterra, donde se alzaban innumerables árboles gigantescos y ásperos, y donde todas las casas eran antiquísimas. Aquél venerable pueblo era como un lugar de ensueño, propio para la paz del espíritu. Ahora mismo, en mi fantasía, siento la refrescante atmósfera de sus avenidas en sombra, aspiro la fragancia de sus mil arbustos, y me estremezco nuevamente, con indefinible delicia, al oír la profunda y hueca voz de la campana de la iglesia quebrando hora tras hora con su seco y repentino sonar el silencio de la melancólica atmósfera, en la que el hueco campanario gótico se sumía y reposaba.

Tal vez, el mayor placer que puedo experimentar es aguardar en los menudos recuerdos de la escuela y sus episodios. Sumergido como estoy por la desgracias - ¡Ay, demasiado real!- se me perdonará que busque alivio, aunque sea tan leve como efímero en la debilidad de algunos detalles por divagantes que sean. Triviales y hasta ridículos, esos detalles asumen en mi imaginación una relativa importancia, pues se vinculan a un periodo y a un lugar en los cuales reconozco la presencia de los primeros ambiguos avisos del destino que más tarde habrían de envolverme en sus sombras. Déjeme, entonces, recordar.

Como he dicho, la casa era antigua e irregular. Se alzaba en un terreno vasto, y un elevado muro de ladrillos, que se coronaba por una capa de mortero y vidrios rotos, circundaba la propiedad esta muralla. Semejante a la de una prisión, constituía al límite de nuestro dominio; más allá de el, nuestras miradas sólo pasaban tres veces por semana: la primera los sábados por la tarde, cuando se nos permitía realizar paseos breves y en grupo, acompañados por dos prefectos a través de los campos vecinos; y los otros dos los domingos, cuando corríamos en la misma forma a los oficios matinales y vespertinos de la única iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor ¡con qué asombro y extrañeza la admiraba yo desde nuestros alejados bancos, cuando ascendía al estrado con lento y solemne paso! Este hombre reverente, de rostro sereno y bondadoso, de vestiduras satinadas que ondulaban clericalmente, de peluca empolvada, tan rígida y enorme…

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